Muchas veces, cuando el almacén está vacío y sólo se
escucha el zumbido de las moscas, me acuerdo del muchacho aquel que nunca
supimos cómo se llamaba y que nadie en el pueblo volvió a mencionar.
Por alguna razón que no alcanzo a explicar lo imagino
siempre como la primera vez que lo vimos, con la ropa polvorienta, la barba
crecida y, sobre todo, con aquella melena larga y desprolija que le caía casi
hasta los ojos. Era recién el principio de la primavera y por eso, cuando entró
al almacén, yo supuse que sería un mochilero de paso al sur. Compró latas de
conserva y yerba, o café; mientras le hacía la cuenta se miró en el reflejo de
la vidriera, se apartó el pelo de la frente, y me preguntó por una peluquería.
Dos peluquerías había entonces en Puente Viejo; pienso
ahora que si hubiera ido a lo del viejo Melchor quizá nunca se hubiera
encontrado con la Francesa
y nadie habría murmurado. Pero bueno, la peluquería de Melchor estaba en la
otra punta del pueblo y de todos modos no creo que pudiera evitarse lo que
sucedió.
La cuestión es que lo mandé a la peluquería de Cervino
y parece que mientras Cervino le cortaba el peto se asomó la Francesa. Y la Francesa miró al muchacho
como miraba ella a los hombres. Ahí fue que empezó el maldito asunto, porque el
muchacho se quedó en el pueblo y todos pensamos lo mismo: que se quedaba por
ella.
No hacía un año que Cervino y su mujer se habían establecido
en Puente Viejo y era muy poco lo que sabíamos de ellos. No se daban con nadie,
como solía comentarse con rencor en el pueblo. En realidad, en el caso del
pobre Cervino era sólo timidez, pero quizá la Francesa fuera, sí, un
poco arrogante. Venían de la ciudad, habían llegado el verano anterior, al
comienzo de la temporada, y recuerdo que cuando Cervino inauguró su peluquería
yo pensé que pronto arruinaría al viejo Melchor, porque Cervino tenía diploma
de peluquero y premio en un concurso de corte a la navaja, tenía tijera
eléctrica, secador de pelo y sillón giratorio, y le echaba a uno savia vegetal
en el pelo y hasta spray si no se lo frenaba a tiempo. Además, en la peluquería
de Cervino estaba siempre el último El Gráfico en el revistero. Y
estaba, sobre todo, la
Francesa.
Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca tampoco
quise averiguarlo: me hubiera desilusionado enterarme, por ejemplo, de que la Francesa había nacido en
Bahía Blanca o, peor todavía, en un pueblo como éste. Fuera como fuese, yo no
había conocido hasta entonces una mujer como aquélla. Tal vez era simplemente que
no usaba corpiño y que hasta en invierno podía uno darse cuenta de que no
llevaba nada debajo del pulóver. Tal vez era esa costumbre suya de aparecerse
apenas vestida en el salón de la peluquería y pintarse largamente frente al
espejo, delante de todos. Pero no, había en la Francesa algo todavía
más inquietante que ese cuerpo al que siempre parecía estorbarle la ropa, más
perturbador que la hondura de su escote. Era algo que estaba en su mirada.
Miraba a los ojos, fijamente, hasta que uno bajaba la vista. Una mirada
incitante, promisoria, pero que venía ya con un brillo de burla, como si la Francesa nos estuviera
poniendo a prueba y supiera de antemano que nadie se le animaría, como si ya
tuviera decidido que ninguno en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los
ojos provocaba y con los ojos, desdeñosa, se quitaba. Y todo delante de Cervino, que parecía no
advertir nada, que se afanaba en silencio sobre las nucas, haciendo sonar cada
tanto sus tijeras en el aire.
Sí, la
Francesa fue al principio la mejor publicidad para Cervino y
su peluquería estuvo muy concurrida durante los primeros meses. Sin embargo, yo
me había equivocado con Melchor. El viejo no era tonto y poco a poco fue
recuperando su clientela: consiguió de alguna forma revistas pornográficas,
que por esa época los militares habían prohibido, y después, cuando llegó el
Mundial, juntó todos sus ahorros y compró un televisor color, que fue el
primero del pueblo. Entonces empezó a decir a quien quisiera escucharlo que en
Puente Viejo había una y sólo una peluquería de hombres: la de Cervino era para
maricas.
Con todo, creo yo que si hubo muchos que volvieron a
la peluquería de Melchor fue, otra vez, a causa de la Fran cesa: no hay hombre que
soporte durante mucho tiempo la burla o la humillación de una mujer.
Como decía, el muchacho se quedó en el pueblo. Acampaba
en las afueras, detrás de los médanos, cerca de la casona de la viuda de
Espinosa. Al almacén venía muy poco; hacía compras grandes, para quince días o
para el mes entero, pero en cambio iba todas las semanas a la peluquería. Y
como costaba creer que fuera solamente a leer El Gráfico, la gente
empezó a compadecer a Cervino. Porque así fue, al principio todos compadecían a
Cervino. En verdad, resultaba fácil apiadarse de él: tenía cierto aire inocente
de querubín y la sonrisa pronta, como suele suceder con los tímidos. Era
extremadamente callado y en ocasiones parecía sumirse en un mundo intrincado y
remoto: se le perdía la mirada y pasaba largo rato afilando la navaja, o hacía chasquear
interminablemente las tijeras y había que toser para retornarlo. Alguna vez,
también, yo lo había sorprendido por el espejo contemplando a la Francesa con una pasión
muda y reconcentrada, como si ni él mismo pudiese creer que semejante hembra fuera
su esposa. Y realmente daba lástima esa mirada devota, sin sombra de sospechas.
Por otro lado, resultaba igualmente fácil condenar a la Francesa , sobre todo para
las casadas y casaderas del pueblo, que desde siempre habían hecho causa común
contra sus temibles escotes. Pero también muchos hombres estaban resentidos
con la Francesa :
en primer lugar, los que tenían fama de gallos en Puente Viejo, como el ruso
Nielsen, hombres que no estaban acostumbrados al desprecio y mucho menos a la
sorna de una mujer.
Y sea porque se había acabado el Mundial y no había de
qué hablar, sea porque en el pueblo venían faltando los escándalos, todas las
conversaciones desembocaban en las andanzas del muchacho y la Francesa. Detrás
del mostrador yo escuchaba una y otra vez las mismas cosas: lo que había visto
Nielsen una noche en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se
desnudaron y debían estar drogados porque hicieron algo que Nielsen ni entre
hombres terminaba de contar; lo que decía la viuda de Espinosa: que desde su
ventana siempre escuchaba risas y gemidos en la carpa del muchacho, los ruidos
inconfundibles de dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de los
Vidal, que en la peluquería, delante de él y en las narices de Cervino... En
fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas aquellas habladurías.
Un día nos dimos cuenta de que el muchacho y la Fran cesa habían
desaparecido. Quiero decir, al muchacho no lo veíamos más y tampoco aparecía la Francesa , ni en la peluquería
ni en el camino a la playa, por donde solía pasear. Lo primero que pensamos
todos es que se habían ido juntos y tal vez porque las fugas tienen siempre
algo de romántico, o tal vez porque el peligro ya estaba lejos, las mujeres
parecían dispuestas ahora a perdonar a la Francesa : era evidente que en ese matrimonio algo
fallaba, decían; Cervino era demasiado viejo para ella y por otro lado el
muchacho era tan buen mozo... y comentaban entre sí con risitas de complicidad
que quizás ellas hubieran hecho lo mismo.
Pero una tarde que se conversaba de nuevo sobre el
asunto estaba en el almacén la viuda de Espinosa y la viuda dijo con voz de
misterio que a su entender algo peor había ocurrido; el muchacho aquel, como
todos sabíamos, había acampado cerca de su casa y, aunque ella tampoco lo había
vuelto a ver, la carpa todavía estaba allí; y le parecía muy extraño -repetía
aquello, muy extraño- que se hubieran ido sin llevar la carpa. Alguien
dijo que tal vez debería avisarse al comisario y entonces la viuda murmuró que
sería conveniente vigilar también a Cervino. Recuerdo que yo me enfurecí pero
no sabía muy bien cómo responderle: tengo por norma no discutir con los
clientes.
Empecé a decir débilmente que no se podía acusar a
nadie sin pruebas, que para mí era imposible que Cervino, que justamente
Cervino... Pero aquí la viuda me interrumpió: era bien sabido que los tímidos,
los introvertidos, cuando están fuera de sí son los más peligrosos.
Estábamos todavía dando vueltas sobre lo mismo, cuando
Cervino apareció en la puerta. Hubo un gran silencio; debió advertir que
hablábamos de él porque todos trataban de mirar hacia otro lado. Yo pude
observar cómo enrojecía y me pareció más que nunca un chico indefenso, que no
había sabido crecer.
Cuando hizo el pedido noté que llevaba poca comida y
que no había comprado yoghurt. Mientras pagaba, la viuda le preguntó
bruscamente por la Francesa.
Cervino enrojeció otra vez, pero ahora lentamente, como
si se sintiera honrado con tanta solicitud. Dijo que su mujer había viajado a
la ciudad para cuidar al padre, que estaba muy enfermo, pero que pronto
volvería, tal vez en una semana. Cuando terminó de hablar había en todas las
caras una expresión curiosa, que me costó identificar: era desencanto. Sin
embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió a la carga. A ella, decía, no
la había engañado ese farsante, nunca más veríamos a la pobre mujer. Y repetía
por lo bajo que había un asesino suelto en Puente Viejo y que cualquiera podía
ser la próxima víctima.
Transcurrió una semana, transcurrió un mes entero y la Francesa no volvía. Al
muchacho tampoco se lo había vuelto a ver. Los chicos del pueblo empezaron a
jugar a los indios en la carpa abandonada y Puente Viejo se dividió en dos
bandos: los que estaban convencidos de que Cervino era un criminal y los que
todavía esperábamos que la Fran cesa
regresara, que éramos cada vez menos. Se escuchaba decir que Cervino había
degollado al muchacho con la navaja, mientras le cortaba el pelo, y las madres
les prohibían a los chicos que jugaran en la cuadra de la peluquería y les
rogaban a sus esposos que volvieran con Melchor.
Sin embargo, aunque parezca extraño, Cervino no se
quedó por completo sin clientes: los muchachos del pueblo se desafiaban unos a
otros a sentarse en el fatídico sillón del peluquero para pedir el corte a la
navaja, y empezó a ser prueba de hombría llevar el pelo batido y con spray.
Cuando le preguntábamos por la Francesa , Cervino repetía
la historia del suegro enfermo, que ya no sonaba tan verdadera. Mucha gente
dejó de saludarlo y supimos que la viuda de Espinosa había hablado con el
comisario para que lo detuviese. Pero el comisario había dicho que mientras no
aparecieran los cuerpos nada podía hacerse.
En el pueblo se empezó entonces a conjeturar sobre los
cadáveres: unos decían que Cervino los había enterrado en su patio; otros, que
los había cortado en tiras para arrojarlos al mar, y así Cervino se iba
convirtiendo en un ser cada vez más monstruoso.
Yo escuchaba en el almacén hablar todo el tiempo de lo
mismo y empecé a sentir un temor supersticioso, el presentimiento de que en
aquellas interminables discusiones se iba incubando una desgracia. La viuda de
Espinosa, por su parte, parecía haber enloquecido. Andaba abriendo pozos por
todos lados con una ridícula palita de playa, vociferando que ella no
descansaría hasta encontrar los cadáveres.
Y un día los encontró.
Fue una tarde a principios de noviembre. La viuda entró
en el almacén preguntándome si tenía palas; y dijo en voz bien alta, para que
todos la escucharan, que la mandaba el comisario a buscar palas y voluntarios
para cavar en los médanos, detrás del puente. Después, dejando caer lentamente
las palabras, dijo que había visto allí, con sus propios ojos, un perro que
devoraba una mano humana. Me estremecí; de pronto todo era verdad y mientras
buscaba en el depósito las palas y cerraba el almacén seguía escuchando, aún
sin poder creerlo, la conversación entrecortada de horror, perro, mano, mano humana.
La viuda encabezó la marcha, airosa. Yo iba último,
cargando las palas. Miraba a los demás y veía las mismas caras de siempre, la
gente que compraba en el almacén yerba y fideos. Miraba a mi alrededor y nada
había cambiado, ningún súbito vendaval, ningún desacostumbrado silencio. Era
una tarde como cualquier otra, a la hora inútil en que se despierta de la
siesta. Abajo se iban alineando las casas, cada vez más pequeñas, y hasta el
mar, distante, parecía pueblerino, sin acechanzas. Por un momento me pareció
comprender de dónde provenía aquella sensación de incredulidad: no podía estar
sucediendo algo así, no en Puente Viejo.
Cuando llegamos a los médanos el comisario no había
encontrado nada aún. Estaba cavando con el torso desnudo y la pala subía y
bajaba sin sobresaltos. Nos señaló vagamente entorno y yo distribuí las palas
y hundí la mía en el sitio que me preció más inofensivo. Durante un largo rato
sólo se escuchó el seco vaivén del metal embistiendo la tierra. Yo le iba
perdiendo el miedo a la pala y estaba pensando que tal vez la viuda se había
confundido, que quizá no fuera cierto, cuando oímos un alboroto de ladridos.
Era el perro que había visto la viuda, un pobre animal raquítico que se
desesperaba alrededor de nosotros. El comisario quiso espantarlo a cascotazos
pero el perro volvía y volvía y en un momento pareció que iba a saltarle
encima. Entonces nos dimos cuenta de que era ése el lugar, el comisario volvió
a cavar, cada vez más rápido, era contagioso aquel frenesí; las palas se
precipitaron todas juntas y de pronto el comisario gritó que había dado con
algo; escarbó un poco más y apareció el primer cadáver.
Los demás apenas le echaron un vistazo y volvieron enseguida
a las palas, casi con entusiasmo, a buscar a la Fran cesa, pero yo me acerqué y me obligué a
mirarlo con detenimiento. Tenía un agujero negro en la frente y tierra en los
ojos. No era el muchacho.
Me di vuelta, para advertirle al comisario, y fue como
si me adentrara en una pesadilla: todos estaban encontrando cadáveres, era como
si brotaran de la tierra, a cada golpe de pala rodaba una cabeza o quedaba al
descubierto un torso mutilado. Por donde se mirara muertos y más muertos,
cabezas, cabezas.
El horror me hacía deambular de un lado a otro; no podía
pensar, no podía entender, hasta que vi una espalda acribillada y más allá una
cabeza con venda en los ojos. Miré al comisario y el comisario también
sabía. Nos ordenó que nos quedáramos allí, que nadie se moviera, y volvió al
pueblo, a pedir instrucciones.
Del tiempo que transcurrió hasta su regreso sólo
recuerdo el ladrido incesante del perro, el olor a muerto y la figura de la
viuda hurgando con su palita entre los cadáveres, gritándonos que había que
seguir, que todavía no había aparecido la Francesa. Cuando
el comisario volvió caminaba erguido y solemne, como quien se apresta a dar
órdenes. Se plantó delante de nosotros y nos mandó que enterrásemos de nuevo
los cadáveres, tal como estaban. Todos volvimos a las palas, nadie se atrevió
a decir nada. Mientras la tierra iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si
el muchacho no estaría también allí. El perro ladraba y saltaba enloquecido.
Entonces vimos al comisario con la rodilla en tierra y el arma entre las manos.
Disparó una sola vez. El perro cayó muerto. Dio luego dos pasos con el arma
todavía en la mano y lo pateó hacia adelante, para que también lo enterrásemos.
Antes de volver nos ordenó que no hablásemos con nadie
de aquello y anotó uno por uno los nombres de los que habíamos estado allí.
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