El Negro es un gato tranquilo, distante, tosco a veces, sin ser
grosero. Mi papá y yo fuimos a buscarlo una tarde a la Sociedad Protectora
de Animales de París. Habíamos llegado tiempo atrás a Francia, y yo me sentía
muy solo, sin entender por qué habíamos dejado Buenos Aires con tanto apuro. Mi
papá y mi mamá me explicaron muchas veces que corríamos peligro mientras los
militares gobernaran en el país y que sería mejor que yo creciera y fuera a una
escuela en un lugar donde me enseñarían a vivir en libertad. Cuando nos fuimos
de Buenos Aires no tuvimos tiempo de llevarnos nuestras cosas; yo tuve que
dejar un triciclo y un largo tren eléctrico que hacía marchar entre montañas,
bosques y ríos que cabían sobre la mesa del comedor. Pero lo que más me dolió
fue dejar a Pulqui, que dormía conmigo hecha una bolita tibia, acurrucada entre
mis piernas, hasta que me despertaba a la mañana, siempre a la misma hora, para
ir al colegio. Cuando llegó el momento de ir a tomar el avión, mi tío Casimiro
vino a buscarla y me dijo que no estuviera triste, que él la cuidaría y cuando
volviéramos iría con ella a buscarnos al aeropuerto. Me lo prometió, esperó que
la acariciara un rato y después la metimos en una canasta de mimbre. La oí
maullar mientras mi mamá me abrazaba y me apretaba muy fuerte y me decía que
pronto volvería a verla. Llegamos a Francia y tuve que hacer nuevos amigos que
hablaban un idioma cantarín y engolado que al principio no entendía. Todo era
nuevo para mí: el idioma, pero también la nieve, las calles que terminaban
enseguida y si uno doblaba una esquina, se perdía, porque en París es imposible
dar la vuelta a la manzana. Les muestro el plano de mi barrio y díganme ustedes
cómo harían para ubicarse en este enjambre de callecitas. ¡Lindo lío! No sé
cómo se las arreglará el cartero para ir y venir por ese jeroglífico, pero de
vez en cuando traía una carta de mi tío Casimiro para papá y mamá y una foto de
Pulqui para mí. Pero la foto no me bastaba. Yo quería acariciarla y jugar con
ella, y tanto la extrañaba que un día mi papá me propuso que le buscáramos un
amigo. Un lindo gato que pudiera recorrer las calles de París sin perderse y
que alguna vez llevaríamos con nosotros a la Argentina para que se
reuniera con Pulqui y le contara cómo es esta ciudad vista desde los techos.
Entonces una tarde fuimos en ómnibus a la Sociedad Protectora
de Animales y encontramos al Negro. Había muchos gatos y perros y gente que los
miraba y hablaba. Daban lástima, ahí encerrados esperando que alguien viniera a
buscarlos. Yo hubiera querido llevármelos a todos, perros y gatos, pero tenía
razón mi mamá cuando me dijo que no había lugar en casa para todo el mundo.
Nuestro departamento era muy chiquito y hubiera sido un lío tenerlos a todos
sobre la cama, sobre el ropero, en la bañadera y hasta en los cajones de los
armarios. Así que estuvimos mirando hasta que vi al Negro. Estaba sobre un
tronco largo que atravesaba la jaula, echado, con la mirada distante como si
soñara. No bien lo vi con esos ojos redondos como cacerolas y esos bigotes
largos como cañas de pescar, me pareció que lo conocía de toda la vida. Me dije
que a Pulqui le gustaría que le lleváramos un amigo así. Lo llamé a través del
alambre, mish, mish, mish, mishmish, y tardó un rato en mover la cabeza y
mirarme como diciendo: “Callate, no hagas el ridículo ¿querés?” De modo que
cerré la boca, sonreí, lo señalé con el dedo y le dije a mi papá: -Ese todo
negro, llevemos ese que tiene cara de zonzo. Lo traté de zonzo a propósito,
como para que viera que no me iba a impresionar con su mirada de arrogancia. Yo
los conozco muy bien a los gatos, que como se saben gráciles y hermosos quieren
impresionar a la gente con la indiferencia y la coquetería. En el fondo son
unos tímidos holgazanes que no saben vivir solos como los leones, o los
elefantes, o los pájaros. Nos lo entregaron en una caja de cartón a la que sólo
le faltaba el moño. Como los franceses son muy prolijos, nos dieron su cédula
de identidad en la que figuraba su nombre que ya no recuerdo y que él no
respondía. También su certificado de vacuna y un papelito que decía que lo
habían encontrado perdido en la calle y que tenía seis meses de edad. Mientras
íbamos en el taxi hice la cuenta: estábamos en junio, y si el Negro –yo ya lo
llamaba así- tenía seis meses quería decir que había nacido, como yo, en enero.
Decidí, entonces, que cumpliéramos años el mismo día. De esa manera, cuando mis
papás me hicieran la fiesta de cumpleaños yo tendría que invitarlo a soplar
conmigo las velas de la torta y hacerle un regalo como para un gato. En poco
tiempo de juegos y miradas que valían más que palabras, me di cuenta de que el
Negro tenía un carácter calmo, distante, rudo cuando se lo molestaba, aunque
nunca llegó a ser grosero. Cuando venían visitas, por ejemplo, echaba una
mirada a la gente y si advertía que iban a hablar de cosas aburridas me miraba
y con los ojos me decía: “Vámosnos a otra pieza, que estos son unos plomos”. Y
nos íbamos a jugar o a charlar a otro lado. Yo no hablaba con él como hacían
los otros chicos, o como mi papá y mi mamá. Nos bastaban gestos, guiños,
miradas, movimientos de la cabeza. A veces agregábamos una palabra o un
maullido para subrayar, pero en general no hacía falta. Los gatos tienen un
lenguaje que no comprenden quienes no aceptan el misterio. A medida que pasaron
los años fuimos aprendiéndonos mejor. El Negro salía por las noche y a veces
volvía débil y mal entrazado. Traía los bigotes desaliñados y algunos rasguños
que le quedaban de una pelea, tenía amores temporarios y tormentosos que a
veces lo ponían de mal humor, pero cuando pasaba el tiempo de celo volvía a ser
amable y cariñoso y se quedaba a dormir en mi cama, apretado a mí, como antes
solía hacerlo Pulqui. Estaba impaciente por conocerla, y hasta un poco celosote
saber que no era el único gato que contaba en mi vida. Entretanto yo había
aprendido a hablar y escribir en francés y tenía buenas notas en la escuela.
Lentamente, sin darme cuenta casi, Buenos Aires empezó a ser para mí una
curiosidad que mis padres nombraban con pasión y a veces con miedo. Mis amigos
del colegio no sabían nada de la ciudad en la que yo había nacido. Desconocían
el mate, las pastillas de menta, los clásicos entre Boca y River, la factura,
la planta de ruda, el dulce de leche, el guardapolvo blanco de la escuela, la
campaña de San Martín y las tortas fritas. También yo empezaba a olvidarme de
aquel mundo lejano. Pulqui era un recuerdo lejano plasmado en una foto y
empezaba a darme cuenta de que quizá podía vivir sin ella y ella sin mí. Por
supuesto que me encantaba la idea de poder volver a verla y jugar con ella. De
presentarle al Negro e imaginar que saldrían juntos a retozar por los patios,
las veredas y los techos. Cuando a fines del 1983 los argentinos restauraron la
democracia, mi papá y mi mamá hablaban todos los días de volver a Buenos Aires.
Decían que había que regresar para hacer un lindo país, una nación donde yo,
que estaba terminando la escuela, pudiera vivir en libertad, con justicia y sin
miedo. Para que nunca tuviera que irme como ellos. Por las noches, mi papá
desplegaba un gran mapa de la
Argentina sobre la mesa y me contaba cosas que yo no había
aprendido en el colegio francés. Recorría con su gran dedo índice ese triángulo
que se terminaba en la
Antártica y me contaba de las provincias cálidas de la
mesopotamia, de Cuyo y de la
Patagonia fría y rica. Me relataba las batallas de la Independencia , me
hablaba de la Primera
Junta , de Moreno, de Belgrano, de San Martín, de Rosas, de
Sarmiento, de Irigoyen y de Perón. Empezó a darme algunos libritos que al
principio me aburrían, pero como él me explicaba con infinita paciencia y a
veces hasta me hacía reír, fui leyéndolos y aprendí desde muy lejos a conocer
el país en que había nacido. No había en la Argentina dragones, ni
elefantes no leones de gran melena; pero había tigres de los llanos, peludos
gorilas, salvajes unitarios, caciques y hombres de a caballo. Poco a poco, mi
papá me fue contando una historia larga de desalientos y de utopías y me decía
que yo debía heredar, sobre todo la esperanza. Mientras mi papá me hablaba, el
Negro nos miraba como si la conversación le interesara. De vez en cuando le
acariciábamos la cabeza o le rascábamos el cogote, bajo la trompa, y podíamos
oírlo ronronear. Poco a poco empecé a soñar con ese país misterioso y mío que
mi papá y mi mamá me hacían revivir todas las noches. No era tan extraño y
ajeno como el de Sandokán, ni tan fantástico como el de Tarzán, ni había en él
islas con tesoros escondidos. Pero era el mío y ahora podíamos volver y mi
curiosidad se había despertado. A veces, antes de dormir, pensaba en
cordilleras nevadas, tierras rojas, llanuras interminables y guardapolvos
blancos.
Una de esas noches, el
Negro se echó a mi lado, juntó las patitas delanteras bajo la trompa, tiró los
bigotes hacia atrás y me dijo con un abrir y cerrar de ojos que había una
manera de mirar sobre el mar y ver mi país y así palpitarlo antes de volver
definitivamente. Me sorprendí, sabedor de las bromas que el gato pícaro solía
hacerme a esas horas. “No –me insistió-, no bromeo. Puedo mostrarte el mundo
entero si te animas a subir conmigo alto, muy alto.” Y así emprendí la gran
aventura de mi vida. Una aventura que ahora me animo a contar y que todavía me
parece haber soñado, porque todavía siento mi respiración agitada, mi corazón
que salta de emoción y mis ojos que se abren, enormes, para ver del otro lado
del mar. La primera vez que salimos no llegamos muy lejos porque se me ocurrió
entrar en un bar (en París los llaman bistró) donde vendían chocolatines y
tuvimos que salir corriendo perseguidos por una manada de perros que nos
tiraban tarascones a centímetros de las nalgas. Resulta que en Francia los
kioscos están dentro de los bares. No son tan surtidos como los argentinos,
pero en algunos hay chicles y chocolates con almendras que a mí me gustan
tanto… El Negro, en cambio, no quiere saber nada con eso y prefiere el pescado,
que a mí, la verdad, no me va ni me viene. Tengo que confesar que el Negro me
avisó que no entrábamos porque esos lugares suelen ser peligrosos. Pero como
los gatos siempre exageran, insistí, lo tomé entre los brazos, abrí la puerta
de un empujón, como John Wayne, y entré. Entonces me di cuenta que el Negro
tenía razón. Adentro, al calorcito de la estufa, había una docena de perros de
todo tipo, tamaño y color esperando que sus dueños terminaran el aperitivo. Al
verlo al Negro saltaron y empezaron a rascar el piso con las patas. Gruñían
feo, sacaban la lengua y ladraban a coro. Eso de que perro que ladra no muerde:
es un invento de ellos para que uno no salga corriendo. ¿Qué hizo el Negro,
acosado y en inferioridad de condiciones con sus cuatro kilos inmovilizados
entre mis brazos? Lo primero fue llamarme estúpido y otras cosas más. Después
agachó las orejas, infló la cola y mostró los cuatro lustrosos colmillos como
si fueran clavos de carpintero. Yo me asusté un poco porque me di cuenta que
estaba todo complicado y la íbamos a ligar. La puerta se había cerrado y ya no
había tiempo para correr. Estábamos acorralados entre el mostrador y los
perros, que se parecían a esos que se ven en la televisión en las películas de
terror. El Negro me miró, movió los bigotes y me hizo señas de que lo dejara
sobre el mostrador. Había sacado una uñas que parecían garfios, cosa de
impresionar un poco a la concurrencia. Lo puse entre unas botellas y un
cenicero y me hice a un lado temiendo que los mastines me hicieran añico los
pantalones. Los parroquianos manotearon sus copas en un desesperado intento de
salvar las últimas gotas de vermut y se fueron hacia la pared como para ver el
espectáculo desde la platea. En sus miradas había una clara simpatía por el
batallón de perros que rugían y movían sus cabezas como si no supieran por
quién empezar, si por el Negro y por mí. Eran perros amaestrados, como esos que
tiene la policía. El más fiero era uno modelo alemán que respondía a un tipo
grandote, de campera negra travesada por dos calaveras, que estaba jugando con
la máquina tragamonedas. El grandote le decía: “Vaya, como, vaya” y se divertía
a lo loco. El Negro, entretanto, se paseaba por el mostrador, la pelambre toda
inflada, sin perder de vista a sus adversarios. De vez en cuando, para fingir
que el asunto no merecía toda su atención, levantaba una pata y le daba un par
de lamidas como si fuera un helado. Yo estaba bastante julepeado, tengo que
confesarlo, y si hubiera podido salir corriendo a buscar a mi papá para que nos
diera una mano. Por fin uno de los perros cargó como si estuviera en la caballería.
Era un cuzquito de nada. Saltó, más por hacer pinta que por morder, y recibió
un zarpazo debajo del morro que lo hizo volver gritando a la retaguardia. Hubo
un estupor en la concurrencia. Yo pegué un grito. -¡Vamos, Negro, nomás! –Y el
gato me miró de reojo como diciendo “No me hablé al tiro, compañero”. La gente
empezó a hacer comentarios desagradables para el chico extranjero que había
venido a arruinarles el aperitivo. Que “que tiene que hacer un pibe a estas
horas en la calle”, y todas esas cosas. El Negro, bastante agrandado, saltó a
una mesa vacía, olió el salero al pasar, como si de pronto se hubiera olvidado
de los perros y luego volvió a inflarse. Un petiso bigotudo, con una boina
metida hasta las orejas, dijo que ya era hora de terminar con el asunto y dio
la orden a su doberman para que se lanzara al ataque. Yo trate de explicarle,
desesperado, la diferencia de tamaño y de animal, pero no hubo caso.
El petiso dio un grito
y el perrazo salió como un cohete. Cuando saltó tenía la boca muy abierta y le
corría la baba entre los colmillos. El Negro se echó para atrás, arqueado como
un jugador de tenis, y le tiró un derechazo de arriba hacia abajo. El perro,
que empezaba a elevarse en el salto, se quedó en la mitad de camino, ensartado
por la nariz. Cayó sentado, un poco ridículo, y me dio lástima verlo tan
incómodo. Otro con la trompa cuadrada, atropelló con un aullido largo y quiso
subir a la mesa. El Negro se movió como un relámpago, bufó, se hizo a un lado,
y sacó un zurdazo que dio justo en el morro del rival. El salero rodó y cayó
sobre la cabeza de un perrito color canela. El Negro dio un salto para ir a
otra mesa ubicada cerca de la pared, pero el patrón del bar, hombre sin
escrúpulos, se la apartó de un tirón. El pobre Negro cayó al suelo como una pera
madura y vio que el asunto se le ponía feo. El doberman no se hizo esperar y le
tiró un tarascón que le arrancó un mechón de pelos del lomo. Para esquivarlo el
Negro hizo una gambeta y derrapó como una moto. Desesperado me precipité hacia
la puerta y la abrí de un tirón. El Negro amagó arrancar para el otro lado,
hizo una finta y picó para la salida. No sé quién ganó la calle primero, si él
o yo, pero los perros nos seguían pisándonos los talones y la gente del bar se
asomó para ver la cacería. Corrimos cono avestruces hasta que vimos un paredón
que debía tener dos metros de alto. El Negro, que corría delante, dio vuelta la
cabeza para avisarme que había que hacerlo o estábamos perdidos. Así que
saltamos juntos, a la desesperada, con el malón husmeándonos los tobillos. Fue
como si de pronto fuéramos dos los gatos y un solo miedo. Llegamos al borde del
paredón y estuvimos haciendo equilibrio un rato, resoplando, mientras el viento
frío nos acariciaba los pelos; porque yo era un gato de albañal, como el Negro,
y me sentía allí arriba como por encima del mundo. A salvo. Nos miramos y
sonreímos. Me di cuenta, mientras caía la noche, que desde entonces los techos
no tendrían secretos para mí. Ya podía hacerlo. Ya podía subir hasta las nubes
y ver la Argentina
a través del mar. Esa noche dormí profundamente, y al día siguiente, en el
colegio, permanecí callado y sonriente cuando mis amigos contaban durante el
recreo sus pequeñas aventuras de fin de semana. Esperaba impaciente un sábado
que sería inolvidable. Y por fin, el día llegó. Hacía frío y nevaba, lo que me
hizo temer que no pudiéramos salir de casa. El Negro estuvo todo el día
dormitando, serio, al lado de la estufa. Mi papá y mi mamá dijeron que irían al
cine. Yo no quería ocultarles nada, pero el Negro me dijo que le contara más
tarde, para no alarmarlos. En París, el invierno es muy riguroso y a las cuatro
de la tarde ya está oscuro. El frío y la nieve habían vaciado las calles, así
que salimos por la ventana de mi habitación y caminamos hacia una chimenea desde
donde podíamos ver las luces de mi vecindario. El calor del humo derretía la
nieve y un hilo de agua corría por la canaleta hacia el desaguadero. Para mí
era un mundo fascinante y desconocido: el reino de las alturas. El Negro, con
aire siempre distraído, oteaba el horizonte gris balanceando los bigotes y las
delgadas antenas de la frente. De vez en cuando la brisa depositaba sobre las
tejas nevadas una hoja seca o una pluma de paloma azul.
Miré los contornos de
los edificios y las pesadas sombras de la tormenta. Me pregunté cómo sería
posible ver, en una noche así, más allá de lo que podían percibir mis pobres
ojos de expedicionario del tejado. -¿Ahora vamos? –pregunté mientras me
apretaba contra la chimenea y cerraba mi campera hasta el cuello. “No tengas
miedo –contestó el Negro con una mirada que brillaba como dos diamantes-. Vamos
a pasear un rato. Vení, seguime”. Y allí fuimos, de techo en techo, bordeando
antenas y saltando paredes, en dos patas, en cuatro, dando saltos gigantescos y
cayendo siempre parados en abismos de luces y sombras. Adelante, el Negro me
hacía señas para que nos ocultáramos para que no demoráramos en riñas inútiles
con otros gatos. Escondido en el recoveco de alguna puerta, yo no podía
contenerme de lanzar, de cuando en cuando, un “Miauuu, miauuu”. Cruzamos un
puente largo. La larga caminata o el pelo que ya me estaba creciendo, me había
quitado el frío. El Sena bajaba de un color marrón salvaje y sacudía las
barcazas en los embarcaderos. Levanté la cabeza y vi, frente a nosotros, la
torre que mis papás me habían traído a ver muchas veces; la de las tarjetas
postales, la mole gris, el coloso de acero diluido por la neblina y la nieve.
La torre Eiffel. En la escuela me habían enseñado que tenía 300 metros de alto, así
que inmediatamente pensé que el Negro estaba más loco que una cabra si pensaba
hacerme seguir. Iba a decírselo cuando me maulló para avisarme que me agachara
y lo mirara fijamente a los ojos. Así estuvimos un rato largo, como
hipnotizados, ajenos a la nevisca, solos en medio de ese inmenso parque que los
franceses llaman Campo de Marte. Hasta que de pronto todo se iluminó. Se hizo
primero una inmensa luz blanca que me encegueció por un instante. Luego, de a
poco, como esas fotos de polaroid que empiezan a asomar imperceptiblemente de
la nada los colores empezaron a brotar de todas partes. Una intensidad de
verdes, rojos y amarillos, ocres y celestes repintaron el paisaje y los árboles
en los canteros y la torre gris se irguió y mi corazón empezó a golpear como si
fuera a escapárseme por la boca. Las hadas y los duendes, si existen, estaban
allí y bailaban en los ojos desmesurados de mi gato negro. La noche se había hecho
día, ágil, sutil como el polen o el rocío. No podía hablar. No podía detenerme
a pensar ni a buscar explicaciones. Miré al Negro y lo vi correteando detrás de
un colibrí. Trataba de hacer como si todo fuera simple, como si su don de
transformar el mundo fuera parte de sus habilidades naturales. Me hizo un gesto
para que lo siguiera y empezamos a subir por la escalera de la torre. En el
segundo piso, donde hay un restaurante, nos detuvimos a escuchar una melodía
muy dulce y a través del vidrio vimos que todos los linyeras y los pordioseros
de París se habían sentado en una larga mesa y comían manjares de reyes
mientras reían y bromeaban en un idioma ininteligible y a los pies de cada uno
dormitaba un gato atorrante. “Hoy es el día de los deseos que se cumplen”,
comentó el Negro con un movimiento de cabeza, y me pareció que sonreía. Cuando
llegamos al último y más largo tramo de la torre, sentí que el mundo se movía a
mis pies. Era como estar parados en la copa de un árbol sacudido por el viento.
Me agarré de una de las vigas de acero y miré el esplendor de París. Tuve un
breve mareo y el zarandeo de la torre que a esa altura se sacudía como si
tuviera la tos convulsa. “¿Se puede subir a tu obelisco?”, preguntó el Negro, y
sin estar muy seguro le dije que sí. Al regresar se lo preguntaría a Pulqui.
Saltamos de una viga a la de más arriba; yo trepaba junto al hueco del ascensor
y el Negro se aferraba a la cara exterior de la torre. A pocos metros de la
cima nos detuvimos para recuperar el aliento y cambiamos una mirada de
complicidad. Por fin, saltamos hasta lo más alto y entonces sentí que el mundo
estaba a nuestros pies. “Fijate, podemos conocer todos los países sin movernos
de aquí –me susurró el Negro-. Allá está la Argentina , ¿ves? ¡Allá,
allá, bajo la Cruz
del Sur”. Sus ojos se inflaron y las estrellas aparecieron en el cielo sobre un
paisaje que tenía la misma forma que los mapas que tantas veces me había
mostrado mi papá. De pronto, como si algo se desplazara sobre el mar, una
constelación de edificios, avenidas y parque se desplazó hacia nosotros hasta
quedar casi al alcance de mis manos. Entonces reconocí la calle Corrientes y la Plaza de Mayo, los
colectivos y los coches como en una fotografía agrandada y viva. En Villa
Devoto estaba mi casa; más allá, en Liniers, la de mis tíos, donde debiera
estar Pulqui. De pronto volvieron a mí los olores de las acacias, el sabor de
los turrones y un torbellino de imágenes y recuerdos de cuando era muy chico y
todavía no iba a la escuela. Vi, de golpe, a mi tío que salía a la vereda. Lo
llamé, le grité hasta que el Negro me dijo que no podía oírme, que estábamos
muy lejos y que eran sólo nuestros ojos los que se habían acercado a mi barrio.
Yo estaba muy excitado y quise mirar por una ventana para ver a Pulqui, para
presentársela al Negro. Allí estaba en el living, persiguiendo un ovillo de
lana, sin imaginarse que yo podía verla. “Es hermosa”, dijo el Negro,
relamiéndose. -¿Ella puede hacer lo mismo que vos? –pregunté con ansiedad.
“Todos los gatos podemos hacerlo”. -¡Mirá! Aquella es la cancha de Boca ¿Vamos
a venir a mirar cuando están jugando?“No, como lo vamos a ver desde aquí que es
tan incómodo dijo el Negro-; vamos a ir a la cancha, porque entonces vamos a
estar en Buenos Aires. Quiero decir… si me llevan…” Lo tomé en mis brazos, le
acaricié la cabeza y nos quedamos un largo rato mirando Buenos Aires. -Tengo
tantas ganas de volver… -dije. “Ya lo sé. Por eso te traje, para que vieras el
lugar donde naciste y donde te vas a hacer grande”. -¿Te gustan esos techos?
–le pregunté. “No están mal. Son menos peligrosos que los de aquí. Vos decís
que en Buenos Aires voy a comer carne de verdad, ¿no?” -Te lo prometo. Eso sí,
vas a tener que viajar en avión sin maullar ni hacer lío… “No te preocupes, voy
a dormir todo el viaje. Bueno, ahora tenemos que volver porque tus papás deben
de estar por llegar a casa. -¿Les puedo contar lo que hicimos? “Claro que se lo
podes conta. Total no te lo van a creer” -¿Y si los traes a ellos también? “No.
A la gente grande le falta imaginación. ¿Vamos? -Vamos. En casa no dije nada.
De vez en cuando, con el Negro, nos hacíamos un guiño de complicidad. Esa
noche, mi papá me mostró un libro con fotos de Buenos Aires. Cuando lo cerró se
sacó los anteojos y me dijo: -Ya vas a ver cuando veas el botánico, el
zoológico. Creo que te va a gustar vivir allá. Esa noche soñé que Pulqui y el
Negro me llevaban a ver París desde el puente más alto y negro que hay en La Boca. Por encima del
río, más allá de un mar inmenso, vimos la gran torre y en la punta estábamos
nosotros mirando para aquí como ahora nos miramos para allá.-
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