miércoles, 27 de junio de 2012

“El Negro de París” - Osvaldo Soriano


El Negro es un gato tranquilo, distante, tosco a veces, sin ser grosero. Mi papá y yo fuimos a buscarlo una tarde a la Sociedad Protectora de Animales de París. Habíamos llegado tiempo atrás a Francia, y yo me sentía muy solo, sin entender por qué habíamos dejado Buenos Aires con tanto apuro. Mi papá y mi mamá me explicaron muchas veces que corríamos peligro mientras los militares gobernaran en el país y que sería mejor que yo creciera y fuera a una escuela en un lugar donde me enseñarían a vivir en libertad. Cuando nos fuimos de Buenos Aires no tuvimos tiempo de llevarnos nuestras cosas; yo tuve que dejar un triciclo y un largo tren eléctrico que hacía marchar entre montañas, bosques y ríos que cabían sobre la mesa del comedor. Pero lo que más me dolió fue dejar a Pulqui, que dormía conmigo hecha una bolita tibia, acurrucada entre mis piernas, hasta que me despertaba a la mañana, siempre a la misma hora, para ir al colegio. Cuando llegó el momento de ir a tomar el avión, mi tío Casimiro vino a buscarla y me dijo que no estuviera triste, que él la cuidaría y cuando volviéramos iría con ella a buscarnos al aeropuerto. Me lo prometió, esperó que la acariciara un rato y después la metimos en una canasta de mimbre. La oí maullar mientras mi mamá me abrazaba y me apretaba muy fuerte y me decía que pronto volvería a verla. Llegamos a Francia y tuve que hacer nuevos amigos que hablaban un idioma cantarín y engolado que al principio no entendía. Todo era nuevo para mí: el idioma, pero también la nieve, las calles que terminaban enseguida y si uno doblaba una esquina, se perdía, porque en París es imposible dar la vuelta a la manzana. Les muestro el plano de mi barrio y díganme ustedes cómo harían para ubicarse en este enjambre de callecitas. ¡Lindo lío! No sé cómo se las arreglará el cartero para ir y venir por ese jeroglífico, pero de vez en cuando traía una carta de mi tío Casimiro para papá y mamá y una foto de Pulqui para mí. Pero la foto no me bastaba. Yo quería acariciarla y jugar con ella, y tanto la extrañaba que un día mi papá me propuso que le buscáramos un amigo. Un lindo gato que pudiera recorrer las calles de París sin perderse y que alguna vez llevaríamos con nosotros a la Argentina para que se reuniera con Pulqui y le contara cómo es esta ciudad vista desde los techos. Entonces una tarde fuimos en ómnibus a la Sociedad Protectora de Animales y encontramos al Negro. Había muchos gatos y perros y gente que los miraba y hablaba. Daban lástima, ahí encerrados esperando que alguien viniera a buscarlos. Yo hubiera querido llevármelos a todos, perros y gatos, pero tenía razón mi mamá cuando me dijo que no había lugar en casa para todo el mundo. Nuestro departamento era muy chiquito y hubiera sido un lío tenerlos a todos sobre la cama, sobre el ropero, en la bañadera y hasta en los cajones de los armarios. Así que estuvimos mirando hasta que vi al Negro. Estaba sobre un tronco largo que atravesaba la jaula, echado, con la mirada distante como si soñara. No bien lo vi con esos ojos redondos como cacerolas y esos bigotes largos como cañas de pescar, me pareció que lo conocía de toda la vida. Me dije que a Pulqui le gustaría que le lleváramos un amigo así. Lo llamé a través del alambre, mish, mish, mish, mishmish, y tardó un rato en mover la cabeza y mirarme como diciendo: “Callate, no hagas el ridículo ¿querés?” De modo que cerré la boca, sonreí, lo señalé con el dedo y le dije a mi papá: -Ese todo negro, llevemos ese que tiene cara de zonzo. Lo traté de zonzo a propósito, como para que viera que no me iba a impresionar con su mirada de arrogancia. Yo los conozco muy bien a los gatos, que como se saben gráciles y hermosos quieren impresionar a la gente con la indiferencia y la coquetería. En el fondo son unos tímidos holgazanes que no saben vivir solos como los leones, o los elefantes, o los pájaros. Nos lo entregaron en una caja de cartón a la que sólo le faltaba el moño. Como los franceses son muy prolijos, nos dieron su cédula de identidad en la que figuraba su nombre que ya no recuerdo y que él no respondía. También su certificado de vacuna y un papelito que decía que lo habían encontrado perdido en la calle y que tenía seis meses de edad. Mientras íbamos en el taxi hice la cuenta: estábamos en junio, y si el Negro –yo ya lo llamaba así- tenía seis meses quería decir que había nacido, como yo, en enero. Decidí, entonces, que cumpliéramos años el mismo día. De esa manera, cuando mis papás me hicieran la fiesta de cumpleaños yo tendría que invitarlo a soplar conmigo las velas de la torta y hacerle un regalo como para un gato. En poco tiempo de juegos y miradas que valían más que palabras, me di cuenta de que el Negro tenía un carácter calmo, distante, rudo cuando se lo molestaba, aunque nunca llegó a ser grosero. Cuando venían visitas, por ejemplo, echaba una mirada a la gente y si advertía que iban a hablar de cosas aburridas me miraba y con los ojos me decía: “Vámosnos a otra pieza, que estos son unos plomos”. Y nos íbamos a jugar o a charlar a otro lado. Yo no hablaba con él como hacían los otros chicos, o como mi papá y mi mamá. Nos bastaban gestos, guiños, miradas, movimientos de la cabeza. A veces agregábamos una palabra o un maullido para subrayar, pero en general no hacía falta. Los gatos tienen un lenguaje que no comprenden quienes no aceptan el misterio. A medida que pasaron los años fuimos aprendiéndonos mejor. El Negro salía por las noche y a veces volvía débil y mal entrazado. Traía los bigotes desaliñados y algunos rasguños que le quedaban de una pelea, tenía amores temporarios y tormentosos que a veces lo ponían de mal humor, pero cuando pasaba el tiempo de celo volvía a ser amable y cariñoso y se quedaba a dormir en mi cama, apretado a mí, como antes solía hacerlo Pulqui. Estaba impaciente por conocerla, y hasta un poco celosote saber que no era el único gato que contaba en mi vida. Entretanto yo había aprendido a hablar y escribir en francés y tenía buenas notas en la escuela. Lentamente, sin darme cuenta casi, Buenos Aires empezó a ser para mí una curiosidad que mis padres nombraban con pasión y a veces con miedo. Mis amigos del colegio no sabían nada de la ciudad en la que yo había nacido. Desconocían el mate, las pastillas de menta, los clásicos entre Boca y River, la factura, la planta de ruda, el dulce de leche, el guardapolvo blanco de la escuela, la campaña de San Martín y las tortas fritas. También yo empezaba a olvidarme de aquel mundo lejano. Pulqui era un recuerdo lejano plasmado en una foto y empezaba a darme cuenta de que quizá podía vivir sin ella y ella sin mí. Por supuesto que me encantaba la idea de poder volver a verla y jugar con ella. De presentarle al Negro e imaginar que saldrían juntos a retozar por los patios, las veredas y los techos. Cuando a fines del 1983 los argentinos restauraron la democracia, mi papá y mi mamá hablaban todos los días de volver a Buenos Aires. Decían que había que regresar para hacer un lindo país, una nación donde yo, que estaba terminando la escuela, pudiera vivir en libertad, con justicia y sin miedo. Para que nunca tuviera que irme como ellos. Por las noches, mi papá desplegaba un gran mapa de la Argentina sobre la mesa y me contaba cosas que yo no había aprendido en el colegio francés. Recorría con su gran dedo índice ese triángulo que se terminaba en la Antártica y me contaba de las provincias cálidas de la mesopotamia, de Cuyo y de la Patagonia fría y rica. Me relataba las batallas de la Independencia, me hablaba de la Primera Junta, de Moreno, de Belgrano, de San Martín, de Rosas, de Sarmiento, de Irigoyen y de Perón. Empezó a darme algunos libritos que al principio me aburrían, pero como él me explicaba con infinita paciencia y a veces hasta me hacía reír, fui leyéndolos y aprendí desde muy lejos a conocer el país en que había nacido. No había en la Argentina dragones, ni elefantes no leones de gran melena; pero había tigres de los llanos, peludos gorilas, salvajes unitarios, caciques y hombres de a caballo. Poco a poco, mi papá me fue contando una historia larga de desalientos y de utopías y me decía que yo debía heredar, sobre todo la esperanza. Mientras mi papá me hablaba, el Negro nos miraba como si la conversación le interesara. De vez en cuando le acariciábamos la cabeza o le rascábamos el cogote, bajo la trompa, y podíamos oírlo ronronear. Poco a poco empecé a soñar con ese país misterioso y mío que mi papá y mi mamá me hacían revivir todas las noches. No era tan extraño y ajeno como el de Sandokán, ni tan fantástico como el de Tarzán, ni había en él islas con tesoros escondidos. Pero era el mío y ahora podíamos volver y mi curiosidad se había despertado. A veces, antes de dormir, pensaba en cordilleras nevadas, tierras rojas, llanuras interminables y guardapolvos blancos.

Una de esas noches, el Negro se echó a mi lado, juntó las patitas delanteras bajo la trompa, tiró los bigotes hacia atrás y me dijo con un abrir y cerrar de ojos que había una manera de mirar sobre el mar y ver mi país y así palpitarlo antes de volver definitivamente. Me sorprendí, sabedor de las bromas que el gato pícaro solía hacerme a esas horas. “No –me insistió-, no bromeo. Puedo mostrarte el mundo entero si te animas a subir conmigo alto, muy alto.” Y así emprendí la gran aventura de mi vida. Una aventura que ahora me animo a contar y que todavía me parece haber soñado, porque todavía siento mi respiración agitada, mi corazón que salta de emoción y mis ojos que se abren, enormes, para ver del otro lado del mar. La primera vez que salimos no llegamos muy lejos porque se me ocurrió entrar en un bar (en París los llaman bistró) donde vendían chocolatines y tuvimos que salir corriendo perseguidos por una manada de perros que nos tiraban tarascones a centímetros de las nalgas. Resulta que en Francia los kioscos están dentro de los bares. No son tan surtidos como los argentinos, pero en algunos hay chicles y chocolates con almendras que a mí me gustan tanto… El Negro, en cambio, no quiere saber nada con eso y prefiere el pescado, que a mí, la verdad, no me va ni me viene. Tengo que confesar que el Negro me avisó que no entrábamos porque esos lugares suelen ser peligrosos. Pero como los gatos siempre exageran, insistí, lo tomé entre los brazos, abrí la puerta de un empujón, como John Wayne, y entré. Entonces me di cuenta que el Negro tenía razón. Adentro, al calorcito de la estufa, había una docena de perros de todo tipo, tamaño y color esperando que sus dueños terminaran el aperitivo. Al verlo al Negro saltaron y empezaron a rascar el piso con las patas. Gruñían feo, sacaban la lengua y ladraban a coro. Eso de que perro que ladra no muerde: es un invento de ellos para que uno no salga corriendo. ¿Qué hizo el Negro, acosado y en inferioridad de condiciones con sus cuatro kilos inmovilizados entre mis brazos? Lo primero fue llamarme estúpido y otras cosas más. Después agachó las orejas, infló la cola y mostró los cuatro lustrosos colmillos como si fueran clavos de carpintero. Yo me asusté un poco porque me di cuenta que estaba todo complicado y la íbamos a ligar. La puerta se había cerrado y ya no había tiempo para correr. Estábamos acorralados entre el mostrador y los perros, que se parecían a esos que se ven en la televisión en las películas de terror. El Negro me miró, movió los bigotes y me hizo señas de que lo dejara sobre el mostrador. Había sacado una uñas que parecían garfios, cosa de impresionar un poco a la concurrencia. Lo puse entre unas botellas y un cenicero y me hice a un lado temiendo que los mastines me hicieran añico los pantalones. Los parroquianos manotearon sus copas en un desesperado intento de salvar las últimas gotas de vermut y se fueron hacia la pared como para ver el espectáculo desde la platea. En sus miradas había una clara simpatía por el batallón de perros que rugían y movían sus cabezas como si no supieran por quién empezar, si por el Negro y por mí. Eran perros amaestrados, como esos que tiene la policía. El más fiero era uno modelo alemán que respondía a un tipo grandote, de campera negra travesada por dos calaveras, que estaba jugando con la máquina tragamonedas. El grandote le decía: “Vaya, como, vaya” y se divertía a lo loco. El Negro, entretanto, se paseaba por el mostrador, la pelambre toda inflada, sin perder de vista a sus adversarios. De vez en cuando, para fingir que el asunto no merecía toda su atención, levantaba una pata y le daba un par de lamidas como si fuera un helado. Yo estaba bastante julepeado, tengo que confesarlo, y si hubiera podido salir corriendo a buscar a mi papá para que nos diera una mano. Por fin uno de los perros cargó como si estuviera en la caballería. Era un cuzquito de nada. Saltó, más por hacer pinta que por morder, y recibió un zarpazo debajo del morro que lo hizo volver gritando a la retaguardia. Hubo un estupor en la concurrencia. Yo pegué un grito. -¡Vamos, Negro, nomás! –Y el gato me miró de reojo como diciendo “No me hablé al tiro, compañero”. La gente empezó a hacer comentarios desagradables para el chico extranjero que había venido a arruinarles el aperitivo. Que “que tiene que hacer un pibe a estas horas en la calle”, y todas esas cosas. El Negro, bastante agrandado, saltó a una mesa vacía, olió el salero al pasar, como si de pronto se hubiera olvidado de los perros y luego volvió a inflarse. Un petiso bigotudo, con una boina metida hasta las orejas, dijo que ya era hora de terminar con el asunto y dio la orden a su doberman para que se lanzara al ataque. Yo trate de explicarle, desesperado, la diferencia de tamaño y de animal, pero no hubo caso.
El petiso dio un grito y el perrazo salió como un cohete. Cuando saltó tenía la boca muy abierta y le corría la baba entre los colmillos. El Negro se echó para atrás, arqueado como un jugador de tenis, y le tiró un derechazo de arriba hacia abajo. El perro, que empezaba a elevarse en el salto, se quedó en la mitad de camino, ensartado por la nariz. Cayó sentado, un poco ridículo, y me dio lástima verlo tan incómodo. Otro con la trompa cuadrada, atropelló con un aullido largo y quiso subir a la mesa. El Negro se movió como un relámpago, bufó, se hizo a un lado, y sacó un zurdazo que dio justo en el morro del rival. El salero rodó y cayó sobre la cabeza de un perrito color canela. El Negro dio un salto para ir a otra mesa ubicada cerca de la pared, pero el patrón del bar, hombre sin escrúpulos, se la apartó de un tirón. El pobre Negro cayó al suelo como una pera madura y vio que el asunto se le ponía feo. El doberman no se hizo esperar y le tiró un tarascón que le arrancó un mechón de pelos del lomo. Para esquivarlo el Negro hizo una gambeta y derrapó como una moto. Desesperado me precipité hacia la puerta y la abrí de un tirón. El Negro amagó arrancar para el otro lado, hizo una finta y picó para la salida. No sé quién ganó la calle primero, si él o yo, pero los perros nos seguían pisándonos los talones y la gente del bar se asomó para ver la cacería. Corrimos cono avestruces hasta que vimos un paredón que debía tener dos metros de alto. El Negro, que corría delante, dio vuelta la cabeza para avisarme que había que hacerlo o estábamos perdidos. Así que saltamos juntos, a la desesperada, con el malón husmeándonos los tobillos. Fue como si de pronto fuéramos dos los gatos y un solo miedo. Llegamos al borde del paredón y estuvimos haciendo equilibrio un rato, resoplando, mientras el viento frío nos acariciaba los pelos; porque yo era un gato de albañal, como el Negro, y me sentía allí arriba como por encima del mundo. A salvo. Nos miramos y sonreímos. Me di cuenta, mientras caía la noche, que desde entonces los techos no tendrían secretos para mí. Ya podía hacerlo. Ya podía subir hasta las nubes y ver la Argentina a través del mar. Esa noche dormí profundamente, y al día siguiente, en el colegio, permanecí callado y sonriente cuando mis amigos contaban durante el recreo sus pequeñas aventuras de fin de semana. Esperaba impaciente un sábado que sería inolvidable. Y por fin, el día llegó. Hacía frío y nevaba, lo que me hizo temer que no pudiéramos salir de casa. El Negro estuvo todo el día dormitando, serio, al lado de la estufa. Mi papá y mi mamá dijeron que irían al cine. Yo no quería ocultarles nada, pero el Negro me dijo que le contara más tarde, para no alarmarlos. En París, el invierno es muy riguroso y a las cuatro de la tarde ya está oscuro. El frío y la nieve habían vaciado las calles, así que salimos por la ventana de mi habitación y caminamos hacia una chimenea desde donde podíamos ver las luces de mi vecindario. El calor del humo derretía la nieve y un hilo de agua corría por la canaleta hacia el desaguadero. Para mí era un mundo fascinante y desconocido: el reino de las alturas. El Negro, con aire siempre distraído, oteaba el horizonte gris balanceando los bigotes y las delgadas antenas de la frente. De vez en cuando la brisa depositaba sobre las tejas nevadas una hoja seca o una pluma de paloma azul.
Miré los contornos de los edificios y las pesadas sombras de la tormenta. Me pregunté cómo sería posible ver, en una noche así, más allá de lo que podían percibir mis pobres ojos de expedicionario del tejado. -¿Ahora vamos? –pregunté mientras me apretaba contra la chimenea y cerraba mi campera hasta el cuello. “No tengas miedo –contestó el Negro con una mirada que brillaba como dos diamantes-. Vamos a pasear un rato. Vení, seguime”. Y allí fuimos, de techo en techo, bordeando antenas y saltando paredes, en dos patas, en cuatro, dando saltos gigantescos y cayendo siempre parados en abismos de luces y sombras. Adelante, el Negro me hacía señas para que nos ocultáramos para que no demoráramos en riñas inútiles con otros gatos. Escondido en el recoveco de alguna puerta, yo no podía contenerme de lanzar, de cuando en cuando, un “Miauuu, miauuu”. Cruzamos un puente largo. La larga caminata o el pelo que ya me estaba creciendo, me había quitado el frío. El Sena bajaba de un color marrón salvaje y sacudía las barcazas en los embarcaderos. Levanté la cabeza y vi, frente a nosotros, la torre que mis papás me habían traído a ver muchas veces; la de las tarjetas postales, la mole gris, el coloso de acero diluido por la neblina y la nieve. La torre Eiffel. En la escuela me habían enseñado que tenía 300 metros de alto, así que inmediatamente pensé que el Negro estaba más loco que una cabra si pensaba hacerme seguir. Iba a decírselo cuando me maulló para avisarme que me agachara y lo mirara fijamente a los ojos. Así estuvimos un rato largo, como hipnotizados, ajenos a la nevisca, solos en medio de ese inmenso parque que los franceses llaman Campo de Marte. Hasta que de pronto todo se iluminó. Se hizo primero una inmensa luz blanca que me encegueció por un instante. Luego, de a poco, como esas fotos de polaroid que empiezan a asomar imperceptiblemente de la nada los colores empezaron a brotar de todas partes. Una intensidad de verdes, rojos y amarillos, ocres y celestes repintaron el paisaje y los árboles en los canteros y la torre gris se irguió y mi corazón empezó a golpear como si fuera a escapárseme por la boca. Las hadas y los duendes, si existen, estaban allí y bailaban en los ojos desmesurados de mi gato negro. La noche se había hecho día, ágil, sutil como el polen o el rocío. No podía hablar. No podía detenerme a pensar ni a buscar explicaciones. Miré al Negro y lo vi correteando detrás de un colibrí. Trataba de hacer como si todo fuera simple, como si su don de transformar el mundo fuera parte de sus habilidades naturales. Me hizo un gesto para que lo siguiera y empezamos a subir por la escalera de la torre. En el segundo piso, donde hay un restaurante, nos detuvimos a escuchar una melodía muy dulce y a través del vidrio vimos que todos los linyeras y los pordioseros de París se habían sentado en una larga mesa y comían manjares de reyes mientras reían y bromeaban en un idioma ininteligible y a los pies de cada uno dormitaba un gato atorrante. “Hoy es el día de los deseos que se cumplen”, comentó el Negro con un movimiento de cabeza, y me pareció que sonreía. Cuando llegamos al último y más largo tramo de la torre, sentí que el mundo se movía a mis pies. Era como estar parados en la copa de un árbol sacudido por el viento. Me agarré de una de las vigas de acero y miré el esplendor de París. Tuve un breve mareo y el zarandeo de la torre que a esa altura se sacudía como si tuviera la tos convulsa. “¿Se puede subir a tu obelisco?”, preguntó el Negro, y sin estar muy seguro le dije que sí. Al regresar se lo preguntaría a Pulqui. Saltamos de una viga a la de más arriba; yo trepaba junto al hueco del ascensor y el Negro se aferraba a la cara exterior de la torre. A pocos metros de la cima nos detuvimos para recuperar el aliento y cambiamos una mirada de complicidad. Por fin, saltamos hasta lo más alto y entonces sentí que el mundo estaba a nuestros pies. “Fijate, podemos conocer todos los países sin movernos de aquí –me susurró el Negro-. Allá está la Argentina, ¿ves? ¡Allá, allá, bajo la Cruz del Sur”. Sus ojos se inflaron y las estrellas aparecieron en el cielo sobre un paisaje que tenía la misma forma que los mapas que tantas veces me había mostrado mi papá. De pronto, como si algo se desplazara sobre el mar, una constelación de edificios, avenidas y parque se desplazó hacia nosotros hasta quedar casi al alcance de mis manos. Entonces reconocí la calle Corrientes y la Plaza de Mayo, los colectivos y los coches como en una fotografía agrandada y viva. En Villa Devoto estaba mi casa; más allá, en Liniers, la de mis tíos, donde debiera estar Pulqui. De pronto volvieron a mí los olores de las acacias, el sabor de los turrones y un torbellino de imágenes y recuerdos de cuando era muy chico y todavía no iba a la escuela. Vi, de golpe, a mi tío que salía a la vereda. Lo llamé, le grité hasta que el Negro me dijo que no podía oírme, que estábamos muy lejos y que eran sólo nuestros ojos los que se habían acercado a mi barrio. Yo estaba muy excitado y quise mirar por una ventana para ver a Pulqui, para presentársela al Negro. Allí estaba en el living, persiguiendo un ovillo de lana, sin imaginarse que yo podía verla. “Es hermosa”, dijo el Negro, relamiéndose. -¿Ella puede hacer lo mismo que vos? –pregunté con ansiedad. “Todos los gatos podemos hacerlo”. -¡Mirá! Aquella es la cancha de Boca ¿Vamos a venir a mirar cuando están jugando?“No, como lo vamos a ver desde aquí que es tan incómodo dijo el Negro-; vamos a ir a la cancha, porque entonces vamos a estar en Buenos Aires. Quiero decir… si me llevan…” Lo tomé en mis brazos, le acaricié la cabeza y nos quedamos un largo rato mirando Buenos Aires. -Tengo tantas ganas de volver… -dije. “Ya lo sé. Por eso te traje, para que vieras el lugar donde naciste y donde te vas a hacer grande”. -¿Te gustan esos techos? –le pregunté. “No están mal. Son menos peligrosos que los de aquí. Vos decís que en Buenos Aires voy a comer carne de verdad, ¿no?” -Te lo prometo. Eso sí, vas a tener que viajar en avión sin maullar ni hacer lío… “No te preocupes, voy a dormir todo el viaje. Bueno, ahora tenemos que volver porque tus papás deben de estar por llegar a casa. -¿Les puedo contar lo que hicimos? “Claro que se lo podes conta. Total no te lo van a creer” -¿Y si los traes a ellos también? “No. A la gente grande le falta imaginación. ¿Vamos? -Vamos. En casa no dije nada. De vez en cuando, con el Negro, nos hacíamos un guiño de complicidad. Esa noche, mi papá me mostró un libro con fotos de Buenos Aires. Cuando lo cerró se sacó los anteojos y me dijo: -Ya vas a ver cuando veas el botánico, el zoológico. Creo que te va a gustar vivir allá. Esa noche soñé que Pulqui y el Negro me llevaban a ver París desde el puente más alto y negro que hay en La Boca. Por encima del río, más allá de un mar inmenso, vimos la gran torre y en la punta estábamos nosotros mirando para aquí como ahora nos miramos para allá.-

sábado, 9 de junio de 2012

Infierno grande- Guillermo Martínez


Muchas veces, cuando el almacén está vacío y sólo se escucha el zumbido de las moscas, me acuerdo del mucha­cho aquel que nunca supimos cómo se llamaba y que nadie en el pueblo volvió a mencionar.
Por alguna razón que no alcanzo a explicar lo imagino siempre como la primera vez que lo vimos, con la ropa pol­vorienta, la barba crecida y, sobre todo, con aquella mele­na larga y desprolija que le caía casi hasta los ojos. Era recién el principio de la primavera y por eso, cuando entró al almacén, yo supuse que sería un mochilero de paso al sur. Compró latas de conserva y yerba, o café; mientras le ha­cía la cuenta se miró en el reflejo de la vidriera, se apartó el pelo de la frente, y me preguntó por una peluquería.
Dos peluquerías había entonces en Puente Viejo; pien­so ahora que si hubiera ido a lo del viejo Melchor quizá nunca se hubiera encontrado con la Francesa y nadie ha­bría murmurado. Pero bueno, la peluquería de Melchor es­taba en la otra punta del pueblo y de todos modos no creo que pudiera evitarse lo que sucedió.
La cuestión es que lo mandé a la peluquería de Cervino y parece que mientras Cervino le cortaba el peto se asomó la Francesa. Y la Francesa miró al muchacho como miraba ella a los hombres. Ahí fue que empezó el maldito asunto, porque el muchacho se quedó en el pueblo y todos pensa­mos lo mismo: que se quedaba por ella.
No hacía un año que Cervino y su mujer se habían esta­blecido en Puente Viejo y era muy poco lo que sabíamos de ellos. No se daban con nadie, como solía comentarse con rencor en el pueblo. En realidad, en el caso del pobre Cer­vino era sólo timidez, pero quizá la Francesa fuera, sí, un poco arrogante. Venían de la ciudad, habían llegado el ve­rano anterior, al comienzo de la temporada, y recuerdo que cuando Cervino inauguró su peluquería yo pensé que pron­to arruinaría al viejo Melchor, porque Cervino tenía diplo­ma de peluquero y premio en un concurso de corte a la na­vaja, tenía tijera eléctrica, secador de pelo y sillón giratorio, y le echaba a uno savia vegetal en el pelo y hasta spray si no se lo frenaba a tiempo. Además, en la peluquería de Cer­vino estaba siempre el último El Gráfico en el revistero. Y estaba, sobre todo, la Francesa.
Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca tampoco quise averiguarlo: me hubiera desilusiona­do enterarme, por ejemplo, de que la Francesa había naci­do en Bahía Blanca o, peor todavía, en un pueblo como és­te. Fuera como fuese, yo no había conocido hasta entonces una mujer como aquélla. Tal vez era simplemente que no usaba corpiño y que hasta en invierno podía uno darse cuenta de que no llevaba nada debajo del pulóver. Tal vez era esa costumbre suya de aparecerse apenas vestida en el salón de la peluquería y pintarse largamente frente al espe­jo, delante de todos. Pero no, había en la Francesa algo to­davía más inquietante que ese cuerpo al que siempre pare­cía estorbarle la ropa, más perturbador que la hondura de su escote. Era algo que estaba en su mirada. Miraba a los ojos, fijamente, hasta que uno bajaba la vista. Una mirada incitante, promisoria, pero que venía ya con un brillo de burla, como si la Francesa nos estuviera poniendo a prueba y supiera de antemano que nadie se le animaría, como si ya tuviera decidido que ninguno en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los ojos provocaba y con los ojos, des­deñosa, se quitaba. Y todo delante de Cervino, que parecía no advertir nada, que se afanaba en silencio sobre las nu­cas, haciendo sonar cada tanto sus tijeras en el aire.
Sí, la Francesa fue al principio la mejor publicidad para Cervino y su peluquería estuvo muy concurrida durante los primeros meses. Sin embargo, yo me había equivocado con Melchor. El viejo no era tonto y poco a poco fue recuperan­do su clientela: consiguió de alguna forma revistas porno­gráficas, que por esa época los militares habían prohibido, y después, cuando llegó el Mundial, juntó todos sus aho­rros y compró un televisor color, que fue el primero del pue­blo. Entonces empezó a decir a quien quisiera escucharlo que en Puente Viejo había una y sólo una peluquería de hombres: la de Cervino era para maricas.
Con todo, creo yo que si hubo muchos que volvieron a la peluquería de Melchor fue, otra vez, a causa de la Fran­cesa: no hay hombre que soporte durante mucho tiempo la burla o la humillación de una mujer.

Como decía, el muchacho se quedó en el pueblo. Acam­paba en las afueras, detrás de los médanos, cerca de la ca­sona de la viuda de Espinosa. Al almacén venía muy poco; hacía compras grandes, para quince días o para el mes en­tero, pero en cambio iba todas las semanas a la peluquería. Y como costaba creer que fuera solamente a leer El Gráfico, la gente empezó a compadecer a Cervino. Porque así fue, al principio todos compadecían a Cervino. En verdad, resultaba fácil apiadarse de él: tenía cierto aire inocente de querubín y la sonrisa pronta, como suele suceder con los tímidos. Era extremadamente callado y en ocasiones parecía sumirse en un mundo intrincado y remoto: se le perdía la mirada y pasaba largo rato afilando la navaja, o hacía chasquear interminablemente las tijeras y había que toser para retornarlo. Alguna vez, también, yo lo había sorprendido por el espejo contemplando a la Francesa con una pa­sión muda y reconcentrada, como si ni él mismo pudiese creer que semejante hembra fuera su esposa. Y realmente daba lástima esa mirada devota, sin sombra de sospechas.
Por otro lado, resultaba igualmente fácil condenar a la Francesa, sobre todo para las casadas y casaderas del pue­blo, que desde siempre habían hecho causa común contra sus temibles escotes. Pero también muchos hombres esta­ban resentidos con la Francesa: en primer lugar, los que te­nían fama de gallos en Puente Viejo, como el ruso Nielsen, hombres que no estaban acostumbrados al desprecio y mu­cho menos a la sorna de una mujer.
Y sea porque se había acabado el Mundial y no había de qué hablar, sea porque en el pueblo venían faltando los escándalos, todas las conversaciones desembocaban en las andanzas del muchacho y la Francesa. Detrás del mostra­dor yo escuchaba una y otra vez las mismas cosas: lo que había visto Nielsen una noche en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se desnudaron y debían estar drogados porque hicieron algo que Nielsen ni entre hom­bres terminaba de contar; lo que decía la viuda de Espino­sa: que desde su ventana siempre escuchaba risas y gemi­dos en la carpa del muchacho, los ruidos inconfundibles de dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de los Vidal, que en la peluquería, delante de él y en las narices de Cervino... En fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas aquellas habladurías.

Un día nos dimos cuenta de que el muchacho y la Fran­cesa habían desaparecido. Quiero decir, al muchacho no lo veíamos más y tampoco aparecía la Francesa, ni en la pelu­quería ni en el camino a la playa, por donde solía pasear. Lo primero que pensamos todos es que se habían ido juntos y tal vez porque las fugas tienen siempre algo de romántico, o tal vez porque el peligro ya estaba lejos, las mujeres pare­cían dispuestas ahora a perdonar a la Francesa: era evidente que en ese matrimonio algo fallaba, decían; Cervino era de­masiado viejo para ella y por otro lado el muchacho era tan buen mozo... y comentaban entre sí con risitas de complici­dad que quizás ellas hubieran hecho lo mismo.
Pero una tarde que se conversaba de nuevo sobre el asun­to estaba en el almacén la viuda de Espinosa y la viuda dijo con voz de misterio que a su entender algo peor había ocu­rrido; el muchacho aquel, como todos sabíamos, había acampado cerca de su casa y, aunque ella tampoco lo había vuel­to a ver, la carpa todavía estaba allí; y le parecía muy extraño -repetía aquello, muy extraño- que se hubieran ido sin llevar la carpa. Alguien dijo que tal vez debería avisarse al comisario y entonces la viuda murmuró que sería conveniente vi­gilar también a Cervino. Recuerdo que yo me enfurecí pero no sabía muy bien cómo responderle: tengo por norma no discutir con los clientes.
Empecé a decir débilmente que no se podía acusar a nadie sin pruebas, que para mí era imposible que Cervino, que justamente Cervino... Pero aquí la viuda me interrum­pió: era bien sabido que los tímidos, los introvertidos, cuando están fuera de sí son los más peligrosos.
  Estábamos todavía dando vueltas sobre lo mismo, cuando Cervino apareció en la puerta. Hubo un gran silen­cio; debió advertir que hablábamos de él porque todos trataban de mirar hacia otro lado. Yo pude observar cómo enrojecía y me pareció más que nunca un chico indefen­so, que no había sabido crecer.
Cuando hizo el pedido noté que llevaba poca comida y que no había comprado yoghurt. Mientras pagaba, la viuda le preguntó bruscamente por la Francesa.
Cervino enrojeció otra vez, pero ahora lentamente, co­mo si se sintiera honrado con tanta solicitud. Dijo que su mujer había viajado a la ciudad para cuidar al padre, que estaba muy enfermo, pero que pronto volvería, tal vez en una semana. Cuando terminó de hablar había en todas las caras una expresión curiosa, que me costó identificar: era desencanto. Sin embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió a la carga. A ella, decía, no la había engañado ese farsante, nunca más veríamos a la pobre mujer. Y repetía por lo bajo que había un asesino suelto en Puente Viejo y que cualquiera podía ser la próxima víctima.

Transcurrió una semana, transcurrió un mes entero y la Francesa no volvía. Al muchacho tampoco se lo había vuel­to a ver. Los chicos del pueblo empezaron a jugar a los in­dios en la carpa abandonada y Puente Viejo se dividió en dos bandos: los que estaban convencidos de que Cervino era un criminal y los que todavía esperábamos que la Fran­cesa regresara, que éramos cada vez menos. Se escuchaba decir que Cervino había degollado al muchacho con la na­vaja, mientras le cortaba el pelo, y las madres les prohibían a los chicos que jugaran en la cuadra de la peluquería y les rogaban a sus esposos que volvieran con Melchor.
Sin embargo, aunque parezca extraño, Cervino no se quedó por completo sin clientes: los muchachos del pue­blo se desafiaban unos a otros a sentarse en el fatídico si­llón del peluquero para pedir el corte a la navaja, y empe­zó a ser prueba de hombría llevar el pelo batido y con spray.
Cuando le preguntábamos por la Francesa, Cervino re­petía la historia del suegro enfermo, que ya no sonaba tan verdadera. Mucha gente dejó de saludarlo y supimos que la viuda de Espinosa había hablado con el comisario para que lo detuviese. Pero el comisario había dicho que mientras no aparecieran los cuerpos nada podía hacerse.
En el pueblo se empezó entonces a conjeturar sobre los cadáveres: unos decían que Cervino los había enterrado en su patio; otros, que los había cortado en tiras para arrojar­los al mar, y así Cervino se iba convirtiendo en un ser cada vez más monstruoso.
Yo escuchaba en el almacén hablar todo el tiempo de lo mismo y empecé a sentir un temor supersticioso, el presen­timiento de que en aquellas interminables discusiones se iba incubando una desgracia. La viuda de Espinosa, por su parte, parecía haber enloquecido. Andaba abriendo pozos por todos lados con una ridícula palita de playa, vociferan­do que ella no descansaría hasta encontrar los cadáveres.
Y un día los encontró.

Fue una tarde a principios de noviembre. La viuda en­tró en el almacén preguntándome si tenía palas; y dijo en voz bien alta, para que todos la escucharan, que la manda­ba el comisario a buscar palas y voluntarios para cavar en los médanos, detrás del puente. Después, dejando caer len­tamente las palabras, dijo que había visto allí, con sus pro­pios ojos, un perro que devoraba una mano humana. Me es­tremecí; de pronto todo era verdad y mientras buscaba en el depósito las palas y cerraba el almacén seguía escuchan­do, aún sin poder creerlo, la conversación entrecortada de horror, perro, mano, mano humana.
La viuda encabezó la marcha, airosa. Yo iba último, car­gando las palas. Miraba a los demás y veía las mismas caras de siempre, la gente que compraba en el almacén yerba y fi­deos. Miraba a mi alrededor y nada había cambiado, ningún súbito vendaval, ningún desacostumbrado silencio. Era una tarde como cualquier otra, a la hora inútil en que se despier­ta de la siesta. Abajo se iban alineando las casas, cada vez más pequeñas, y hasta el mar, distante, parecía pueblerino, sin acechanzas. Por un momento me pareció comprender de dónde provenía aquella sensación de incredulidad: no podía estar sucediendo algo así, no en Puente Viejo.

Cuando llegamos a los médanos el comisario no había encontrado nada aún. Estaba cavando con el torso desnu­do y la pala subía y bajaba sin sobresaltos. Nos señaló va­gamente entorno y yo distribuí las palas y hundí la mía en el sitio que me preció más inofensivo. Durante un largo ra­to sólo se escuchó el seco vaivén del metal embistiendo la tierra. Yo le iba perdiendo el miedo a la pala y estaba pensando que tal vez la viuda se había confundido, que quizá no fuera cierto, cuando oímos un alboroto de ladridos. Era el perro que había visto la viuda, un pobre animal raquíti­co que se desesperaba alrededor de nosotros. El comisario quiso espantarlo a cascotazos pero el perro volvía y volvía y en un momento pareció que iba a saltarle encima. Enton­ces nos dimos cuenta de que era ése el lugar, el comisario volvió a cavar, cada vez más rápido, era contagioso aquel frenesí; las palas se precipitaron todas juntas y de pronto el comisario gritó que había dado con algo; escarbó un po­co más y apareció el primer cadáver.
Los demás apenas le echaron un vistazo y volvieron en­seguida a las palas, casi con entusiasmo, a buscar a la Fran­cesa, pero yo me acerqué y me obligué a mirarlo con dete­nimiento. Tenía un agujero negro en la frente y tierra en los ojos. No era el muchacho.
Me di vuelta, para advertirle al comisario, y fue como si me adentrara en una pesadilla: todos estaban encontrando cadáveres, era como si brotaran de la tierra, a cada golpe de pala rodaba una cabeza o quedaba al descubierto un torso mutilado. Por donde se mirara muertos y más muertos, cabezas, cabezas.
El horror me hacía deambular de un lado a otro; no po­día pensar, no podía entender, hasta que vi una espalda acribillada y más allá una cabeza con venda en los ojos. Mi­ré al comisario y el comisario también sabía. Nos ordenó que nos quedáramos allí, que nadie se moviera, y volvió al pueblo, a pedir instrucciones.
Del tiempo que transcurrió hasta su regreso sólo recuer­do el ladrido incesante del perro, el olor a muerto y la figu­ra de la viuda hurgando con su palita entre los cadáveres, gritándonos que había que seguir, que todavía no había aparecido la Francesa. Cuando el comisario volvió camina­ba erguido y solemne, como quien se apresta a dar órdenes. Se plantó delante de nosotros y nos mandó que enterráse­mos de nuevo los cadáveres, tal como estaban. Todos vol­vimos a las palas, nadie se atrevió a decir nada. Mientras la tierra iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si el mu­chacho no estaría también allí. El perro ladraba y saltaba enloquecido. Entonces vimos al comisario con la rodilla en tierra y el arma entre las manos. Disparó una sola vez. El perro cayó muerto. Dio luego dos pasos con el arma todavía en la mano y lo pateó hacia adelante, para que también lo enterrásemos.
Antes de volver nos ordenó que no hablásemos con na­die de aquello y anotó uno por uno los nombres de los que habíamos estado allí.

La Francesa regresó pocos días después: su padre se ha­bía recuperado por completo. Del muchacho, en el pueblo nunca hablamos. La carpa la robaron ni bien empezó la temporada.


Lectura en voz alta

YARITZA COVA en cuatro puntos, resume lo fundamental de la importancia de la LECTURA en VOZ ALTA para los niños/as:

1. Como aprender a leer es un proceso tan a largo plazo y complejo, la lectura en voz alta es necesaria a lo largo de toda la escolarización. De allí, que pueda contribuir para la promoción de la lectura y con el desarrollo de un individuo lector, capaz de observar, reflexionar y comunicarse con los demás.
2. Leerles en voz alta a los niños y niñas en el hogar les permite: estimular su mente; crear lazos afectivos; fortalecer su imaginación; desarrollar una actitud positiva hacia los libros; aprender y entender nuevas palabras; dominar el lenguaje y despertar su curiosidad respecto al mundo que los rodea.
3. Leerles en voz alta a los niños y niñas en la escuela les permite: establecer un contacto emocional y físico que brinda la oportunidad de crear lazos afectivos y sociales en conjunto; desarrollar el lenguaje o tener un modelo lector que puede contribuir en la formación de su propio desempeño como lector; desarrollar la capacidad de escuchar analíticamente y la habilidad para anticipar; familiarizarse con diversos estilos y con estructuras gramaticales más complejas; abrir las puertas a palabras que de otro modo recibirían hasta que tuviesen algunos años más y ampliar su horizonte.
4. Todos los padres, educadores, bibliotecarios deben asumir la responsabilidad de leerles en voz alta todos los días a los niños y niñas, ya que la literatura les ofrece la oportunidad de desarrollar su creatividad y de expandir y enriquecer su lenguaje.

La práctica de la lectura en voz alta a favor de niños y niñas, 2004
Yaritza Cova